Por: Osvaldo Nina Baltazar*
En tiempos en que los rankings universitarios internacionales se han vuelto referentes globales para medir la calidad educativa, vale la pena detenerse a observar qué factores explican que una universidad destaque entre las mejores del mundo. La creencia extendida sugiere que las universidades privadas —sobre todo aquellas situadas en países desarrollados— lideran estas clasificaciones gracias a su flexibilidad de gestión, autonomía financiera y capacidad de captar recursos. Pero ¿es realmente el modelo institucional lo que determina la excelencia?
La evidencia empírica dice otra cosa. Un análisis del desempeño general y académico de universidades, reflejado en indicadores como la reputación académica y las citas por docente, muestra una correlación clara: la calidad del plantel docente y la inversión sostenida en investigación son los pilares fundamentales del posicionamiento global. Más interesante aún, el gráfico comparativo revela que numerosas universidades públicas se ubican en los tramos superiores de estos rankings. Es decir, cuando el financiamiento es estratégico, constante y bien gestionado, las universidades públicas no solo compiten, sino que lideran.
Ejemplos como la Universidad de Oxford, la Universidad de California – Berkeley, la Universidad de Buenos Aires, la Universidad de São Paulo, la Universidad de Chile o la UNAM lo confirman. No son excepciones fortuitas, sino el resultado de modelos públicos sólidos, con autonomía real, estructuras de gobernanza profesionalizadas y una orientación clara hacia la excelencia académica y la responsabilidad social. Estas instituciones no se limitan a administrar recursos, sino que saben para qué educan, investigan e innovan.
En Bolivia, esta discusión cobra especial relevancia frente al próximo proceso electoral. Los planes de gobierno presentados para las elecciones 2025 muestran que la mayoría de los partidos —con diferencias matizadas— apuestan por el fortalecimiento de la educación superior pública y privada sin fines de lucro. Algunos subrayan la gratuidad y el acceso universal, otros valoran la diversidad institucional mientras se mantenga una lógica de bien público. Esta coincidencia puede ser una oportunidad para salir de debates estériles sobre si la educación debe ser pública o privada, y centrarse más bien en cómo garantizar calidad, pertinencia y transparencia, sin importar el régimen de propiedad.
Además, debemos asumir que el problema no es solo de recursos, sino también de visión. Mientras no existan marcos institucionales que aseguren continuidad en las políticas universitarias, criterios meritocráticos en la selección docente y mecanismos de evaluación de resultados, seguiremos midiendo la calidad más por el esfuerzo individual que por la estrategia colectiva. Una universidad de calidad se construye con docentes comprometidos, estudiantes exigentes, gestores responsables y autoridades que entienden que la educación no es un gasto, sino una inversión de largo plazo.
Porque al final del día, lo que diferencia a una buena universidad no es si genera o no lucro, sino la calidad de sus docentes, la claridad de su misión institucional y la eficiencia de su gestión. Apostar por políticas públicas que fortalezcan esos pilares —autonomía real, financiamiento estratégico, rendición de cuentas y excelencia docente— es clave si queremos que nuestras universidades dejen de competir por sobrevivir y comiencen a competir por liderar.
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* Investigador Senior de INESAD, onina@inesad.edu.bo
Los puntos de vista expresados en el blog son de responsabilidad de los autores y no necesariamente reflejan la posición de sus instituciones o de INESAD.